Capturaron a Alessandro. Y todo fue mi culpa.
¡Maldición!
Fue mi culpa. Si tan sólo hubiera escuchado lo que me dijo…
Ya pasó una noche entera, pero mi corazón no deja de latir tan fuerte que siento que explotará en mi pecho.
Tengo que calmarme y pensar las cosas lo más racional y fríamente.
Frío. Qué ironía.
Te contaré lo que pasó. Creo que eso me ayudará a entender mejor las cosas y decidir qué haré ahora.
Todo empezó en la mañana. Alessandro me despertó un poco más temprano que de costumbre, y me lanzó la mochila con mis cosas listas para partir.
“Nos vamos. Cruzaremos la frontera. Te llevaré a conocer a mi mentor.”
¡Su maestro! El individuo del que incluso el mismísimo Alessandro Lucetti siempre habla con admiración y respeto. Y, por lo que me ha contado por años, uno de los Shockers más poderosos del mundo. Y uno de los pocos prodigios que ha logrado escapar de ellos por más años de los que yo tengo de vida.
“Necesitas más entrenamiento. Eres demasiado débil. Ha llegado el momento de que aprendas a dominar tu don, y lo que necesitas saber es algo en lo que sólo él te puede ayudar.”
¡Diablos! Estaba tan impresionado por su “regalo de cumpleaños” atrasado que ni siquiera se me ocurrió alguna réplica que hacerle por haberme llamado débil.
Estuve de tan buen humor durante toda la mañana que ni siquiera me quejé cuando saltamos sobre el tren que nos debía llevar el último tramo.
¿Y sabes qué es lo único que yo tenía en la mente? Que llevábamos varias semanas viajando hacia el sur. Yo simplemente asumí que se trataba de otra ruta aleatoria de tantas que hemos tomado en todos estos años. Pero no. El bastardo ya tenía pensado llevarme a México a ver a su maestro, y no me había dicho absolutamente nada.
El Paso me sorprendió bastante. No es la ciudad más grande, ni la más moderna, ni siquiera la más pintoresca. Pero pocas veces habíamos estado en un lugar con una diversidad tan grande. Tal vez la mitad de toda la gente que veíamos tenían aspecto de hispanos. En ese momento sólo me quedó agradecer que Alessandro llevara la mayor parte de los últimos cuatro años insistiéndome para que aprendiera a hablar español.
No he dejado de sorprenderme con cuánta anticipación parecía haber estado planeando todo esto.
Faltaría cerca de media hora para que anocheciera, y el sol aún brillaba intensamente en el cielo. Estábamos ocultos debajo de un puente, con la I-10 pasando sobre nosotros. Debíamos estar a unas cuantas millas de la frontera, en una zona industrial bastante despejada.
Yo disfrutaba de un merecido descanso, tras un agotador día de abochornante calor y gran incomodidad debido a la electricidad estática que el clima seco me hacía producir. Alessandro estudiaba por millonésima vez un viejo mapa de las carreteras de México. Según él, mientras evitáramos las ciudades nuestro viaje sería relativamente tranquilo y seguro.
Justo en ese momento todo salió mal.
Un instante estábamos ahí, refrescándonos en la sombra y disfrutando de un breve instante de relajación. Al siguiente ambos estábamos de pie y en alerta total.
Verás, pasar más de la mitad de tu vida huyendo de un lado a otro junto con el campeón de los paranóicos suele tener el efecto de aumentar bastante tu intuición. Sobre todo cuando de problemas se trata. Y la experiencia me ha enseñado que cuando ambos hemos sido alertados por nuestro sentido arácnido, es que algo gordo se nos viene encima.
Justo ahí, en el recoveco de un puente debajo de una gran autopista y con una amplia calle a un lado. Sería difícil escapar sin quedar totalmente expuestos.
Comencé a hiperventilar. No es que me haya dado un repentino ataque de pánico. Claro que no. Fue el calor y el cansancio. De verdad.
“Respira.”
Generalmente ese tipo de comentarios por parte de Alessandro me sacan de quicio. Odio que me trate de una forma tan condescendiente, como si yo siguiera siendo el crío de 9 años que él ayudó a escapar del laboratorio.
En esta ocasión, sin embargo, su voz calmada y calculadora logró sacarme de mi pequeña y momentánea histeria.
Llegaron por ambos costados del puente, atrapándonos con la transitada calle de abajo como única ruta posible de escape.
Vestían trajes tácticos, como los SWATs de las películas, con armaduras y ropa totalmente negra cubriéndolos de la cabeza a los pies. Traían unos de esos rifles cortos de dardos tranquilizantes. Genial. Querían capturarnos vivos.
Apreté los dientes y exclamé: “¡Maestro!” Mi voz se quebró un poco a mitad del grito, pero como respuesta ante mi creciente determinación, Alessandro me mostró una pequeña y fugaz sonrisa
“Ya sabes qué hacer. Sólo intenta no electrocutarme a mí también en esta ocasión.”
Cuatro hombres se acercaban hacia nosotros desde mi lado, y asumí que una cantidad similar estarían llegando desde el lado de Alessandro.
Tras un discreto carraspeo de Alessandro a manera de señal, contamos tres segundos en silencio total, y simultáneamente saltamos a la acción.
A nuestro alrededor, los soporíferos dardos chocaron contra la invisible barrera que Alessandro había creado con su telequinesis. Eso me dio el tiempo necesario para acercarme unas cuantas zancadas a mis posibles captores, listo para mi contra-ataque.
Lancé un pequeño rayo desde la punta de los dedos de mi mano derecha hacia el hombre que se encontraba más cerca de nosotros, apuntándome directamente con su pequeño, pero peligroso rifle. Después de ser golpeado por mi rayo, un arco eléctrico saltó hasta el siguiente agente, y al siguiente, y al siguiente, habiendo pasado por los cuatro, llegando entonces a mi mano izquierda y cerrando así el circuito completo.
El concepto es simple. Interrumpir las señales del cerebro y causar espasmos musculares a través de una serie de rápidos pulsos eléctricos. En realidad la clave está en aplicar la mayor presión en el menor tiempo posible. La intensidad no es tan importante, a menos que quieras causar un daño permanente.
Sin embargo, el aire es muy mal conductor de la electricidad, por lo que crear un circuito que pase a través de seis personas es bastante complicado.
Por suerte, sólo debía mantener la concentración para no romper el circuito por unos momentos. Concentrarme en empujar. Que la corriente siguiera fluyendo.
Un segundo… Escuché a mis espaldas detonaciones de varias armas de fuego que no aparentaban provenir de simples rifles de dardos. Aparentemente a estos tipos no necesariamente les importaba llevarnos en una sola pieza. Dos segundos… Debía mantener la concentración. Debía mantenerme firme y seguir presionando. Debía dejar de pensar que una de esas balas bien podría atravesar las defensas de mi maestro y clavarse mortalmente en mi espalda expuesta. Debía confiar… Tres segundos.
Lo había logrado. Interrumpí el circuito y me dejé caer al piso, agotado, sin aliento y luchando contra una intensa sensación de vértigo. Mis cuatro hombres con traje táctico cayeron pesadamente al suelo.
Nunca había intentado ese truco en contra de más de una persona. Sabía que en teoría no debía ser mucho más complicado. En la práctica…
Sólo digamos que después de haber logrado una hazaña así, uno sólo tiene ganas de acurrucarse en una cama suave, con la ventana abierta, y dejar que la suave brisa alivie todo tu agobio y fatiga.
Por supuesto, mi ataque sólo iba a dejar a los agentes incapacitados por un minuto o dos, así que debíamos aprovechar la oportunidad sin dudar.
Medio segundo después, escuché un tremendo crujido, y una de las columnas del puente cayó entre Alessandro y los hombres que nos disparaban desde su lado. Él aprovechó la distracción para recolectar nuestras cosas, y sin mucho esfuerzo me ayudó a incorporarme y comenzó a empujarme de forma diagonal, bajando al nivel de la calle y en dirección al lado que yo acababa de despejar temporalmente.
Los disparos habían dejado de sonar detrás de la columna, por lo que los atacantes de Alessandro estarían rodeando la columna y pronto tendrían una línea visual directa directo a nuestras espaldas.
Me atreví a mirar por encima de mi hombro, y vi a cuatro tipos más surgir del polvo levantado por la caída de la columna. Casi al mismo tiempo sentí un tirón por parte de Alessandro. Just habíamos salido de debajo del puente, y en un instante salimos disparados hacia el cielo. Tuve que voltear hacia abajo para ver la autopista que hace unos minutos estaba sobre nuestras cabezas. Y luego me di cuenta que los autos que pasaban a toda velocidad se acercaban más y más a nuestros pies. O, mejor dicho, nosotros caíamos hacia ellos a toda velocidad.
Cerré los ojos con fuerza, hasta que Alessandro gritó junto a mi oído: “¡Abre los ojos! Caeremos sobre ese tráiler rojo. Intenta no caer.”
Mi mente racional sabía perfectamente que nuestra caída era controlada y dirigida por los poderes de mi maestro. Sabía que en cuanto hiciéramos contacto con el contenedor del tráiler debía sostenerme como si mi vida dependiera de ello (porque, de hecho, lo haría). Y sabía que la velocidad del tráiler podría aplastarnos como simples insectos, aunque posiblemente sería nuestra mejor arma para escapar rápida y eficientemente de nuestros persecutores.
Aparentemente mi garganta no estaba del todo de acuerdo. Grité como niñita asustadiza todo el ascenso y el descenso. No me avergüenza decirlo. Intenta subir a un gran tráiler viajando por la autopista a 70 millas por hora de un sólo salto desde la parte inferior de un puente.
Por suerte, Alessandro sabía lo que hacía. Caímos aceptablemente lento sobre el contenedor, y aparentemente mi mentor estaba totalmente conciente de la mejor manera de compensar la inercia necesaria para pasar de un estado de relativo reposo a estar montando una jodida mole de varias toneladas intentando cumplir con sus horarios de reparto a la mayor velocidad posible sin rebasar los límites estatales.
No habían pasado ni dos minutos, y apenas empezaba a recuperar el aliento, cuando la mano de Alessandro se posó en mi hombro. “Otra carretera pasará por encima de nosotros. Tendremos que saltar y continuar a pie. Sólo nos restará un par de millas para alcanzar la frontera. ¿Estás listo?” Tragué algo de saliva con dificultad y asentí con la cabeza, sin confiar demasiado en mi voz en ese momento.
Él volvió a tomarme de la camiseta con fuerza, y en cuanto entramos al puente volvimos a saltar. A pesar de caer relativamente lento, caí pesadamente al suelo y terminé rodando apenas a unos centímetros de la autopista.
En cuanto dejé de girar sobre mí mismo, me tendí boca arriba y respiré profundamente. Al menos ya había pasado lo peor. O eso pensé.
Al incorporarme me sorprendió descubrir que Alessandro estaba tendido a mi lado. Yo esperaba verlo de pie junto a mí, como siempre, tendiéndome la mano para incorporarme.
En ese momento observé que se sostenía una pierna, con una mueca de dolor. La menguante luz del sol me permitió ver una gran mancha de sangre que crecía instante a instante en su pantalón.
“¡Alessandro! ¡Estás herido!”
“No es nada, chico. Sólo un razguño de bala, y la herida no fue grave, pero provocó que perdiera el equilibrio al caer del tráiler en movimiento.”
Permanecimos así varios segundos, sentados en el suelo a un lado de la autopista y debajo del puente, ensimismados y recuperando el aliento.(De haber estado de mejor ánimo y sin tanta adrenalina invadiendo mi sistema, seguramente habría terminado riendo con ganas sin saber cómo aliviar un poco tanta tensión acumulada.)
Después lo ayudé a pararse, y comenzamos a caminar.
“Debemos seguir en dirección al sur, por debajo de esta otra autopista. Si continuamos todo derecho, terminaremos por llegar a la frontera, a unos pasos del puente internacional.”
Yo me pregunté si realmente serviría de algo pasar a otro país. Los hombres que nos habían atacado no tenían la apariencia de preocuparse mucho por fronteras, diplomacia internacional o jurisdicciones. Sin embargo, guardé silencio.
Caminábamos hacia la frontera, a la sombra de la autopista que corría sobre nosotros. Él se apoyaba pesadamente sobre mí. No lo quería aceptar en voz alta, pero yo sabía que lo habían herido más gravemente de lo que me estaba diciendo. Quizá la herida de bala había lastimado algún músculo, o quizá no cayó del tráiler con la agilidad debida.
El caso es que avanzamos hacia nuestro destino a paso lento y cansado.
Repentinamente, me detuvo cruzando otras vías de tren. A nuestra mano derecha, unos cuantos metros más adelante, estaba la bodega de una compañía acerera, o algo por el estilo. Era una estructura metálica grande y sin paredes sólidas, rodeada de rejas metálicas y un alto techo de lámina. Estaba seguro que unas cuantas horas antes, el lugar habría estado atestado de gente.
Me tomó unos instantes entenderlo, pero finalmente capté lo que había puesto a Alessandro en alerta. El sol aún no se ocultaba, y el día aún era bastante cálido, pero una ráfaga de viento helado surgía justo de la bodega e iba hacia nosotros.
“Corre. Cruza la frontera. Ve a la Ciudad de México. Busca a mi maestro. Alfonso Rodríguez.”
“¿Pero qué estás diciendo? Tú me llevarás hasta allá. Lo que sea que nos aceche en ese lugar, debemos escapar a toda velocidad.”
“¿No lo entiendes? Estoy herido. Aún usando mi don, terminaré por retrasarnos más de la cuenta. La persona que nos va a emboscar es demasiado peligrosa.”
“Pues esa es otra razón más para que permanezcamos juntos” repliqué con tozudez. “¡Lucharemos contra quien sea y contra lo que sea!”
“Maldito niño. Sigues sin saber respetar lo que te ordenan sus mayores.”
A pesar del insulto, pude percibir la sonrisa en su voz. Conocía ese tono. Exasperación, mezclada con orgullo y una inquebrantable actitud de desafío. Y miedo. A pesar de que lo estaba ocultando bastante bien, Alessandro sentía miedo.
Eso terminó por helar mi sangre. Comencé a temblar de puro terror. La intuición y la lógica me decían que él tenía razón. Y que sabía mucho más de lo que me estaba diciendo. Debía continuar, seguir corriendo y dejarlo a él pelear. Sólo.
Por otra parte, mi instinto me gritaba que me quedara. Hay momentos para huir, y momentos para pelear. Matar o morir. Y yo no era exactamente un inútil. Había pasado incontables horas entrenando, aprendiendo a pelear, a enfrentar a oponentes más grandes, poderosos, experimentados y preparados que yo.
“No. No quiero huir. Siempre escapamos de todo. Estoy harto de huir. Quiero pelear.”
Alessandro me miró con una expresión fría e indescifrable. Por un momento creí que me dejaría pelear junto con él.
Entonces me dio un jodido puñetazo en la nariz. Enceguecido por las lágrimas que cubrieron mis ojos, sólo pude sentir un tremendo empujón que me obligó a girar bruscamente para no caer de bruces. Me di cuenta que tenía en las manos su mochila, e intenté voltear el rostro para encararlo una vez más.
Y él volvió a usar su telequinesis para darme un fuerte empujón. No me quedó de otra más que seguir en la dirección que me indicaba. Primero caminando. Luego trotando ligeramente. Finalmente salí corriendo a la mayor velocidad que me permitieron las piernas.
¡Estúpido viejo! Tratándome como un niño tonto e inútil. Pero ya me escucharía una vez más que me alcanzara. Porque lo que fuera que nos hubiera estado esperando en esa bodega nunca podría derrotar a esa dura y testaruda cabeza que se carga.
Habría avanzado quizá unos 500 metros, empezando a planear todo lo que le diría cuando nos volviéramos a encontrar, cuando escuché una gran explosión en la tonta bodega.
Por un instante me quedé ahí parado, inmóvil por la impresión.
Alessandro estaba bien. Tenía que estarlo. Lo había visto escapar de cientos de percances, sufriendo de heridas muchísimo más graves y dolorosas. Sólo había provocado esa explosión como una distracción para poder huir. No tardaría en alcanzarme, y seguramente comenzaría a darme uno de sus tontos sermones acostumbrados.
Pensé en comenzar a correr una vez más, pero mi instinto me obligó a mirar hacia atrás. Y entonces lo vi, surgiendo de entre la nube de humo que ocultaba la bodega de mi vista.
Era un hombre de unos cuarenta o cincuenta años. Treméndamente delgado, pero no muy alto, de piel bronceada y cabello largo y totalmente plateado, flotando en el aire con suavidad, como una especie de melena invernal. Su vestimenta era totalmente común; una camisa blanca y los pantalones caquis de cualquier oficinista mediocre. Su expresión era fría y calculadora, y a pesar de que nos separaba alrededor de medio kilómetro de distancia, su instinto asesino volvió a provocar que mi sangre se sintiera congelada en un instante.
Quizá haya sido mi imaginación o algún tipo de espejismo por el calor, pero juraría que a su paso el suelo comenzó a curbirse de escarcha. Casi podría jurar que volví a sentir una ráfaga de aire extremadamente frío desde la dirección en que ya caminaba hacia mí.
Nunca había sentido más miedo en toda mi vida. Tuve una fugaz visión de mis huesos congelados despedazándose tras un duro golpe.
Y entonces corrí. Corrí como quien no tiene un mañana. Todo deseo de pelear se evaporó instantáneamente, y sólo pensé en volar. Hacia la libertad. Hacia México. Lejos de esa gélida presencia, y de lo que sea que le hubiera sucedido a mi maestro y protector.
Corrí hasta llegar a la reja que separa Estados Unidos de México, y seguí corriendo hasta llegar al puente que me permitiría cruzar la frontera.
Sólo en ese momento entendí que tendría que entrar a otro país, y que no tenía ningún tipo de papel ni nada por el estilo. ¿Y si no lograba cruzar? ¿Acaso todo el esfuerzo, y el sacrificio de Alessandro serían totalmente en vano?
Por un instante perdí toda esperanza. No veía al tipo extraño por ninguna parte, pero no dudaba que en un minuto o dos me alcanzaría, y entonces todo había terminado.
Dejé caer la mochila de Alessandro, que aún sostenía entre mis manos. Y al caer, un extraño ruido metálico llamó mi atención.
La recogí y la abrí, para explorar su contenido. En lugar de ropa o víveres, la mochila contenía una bolsa de plástico con unos cuantos papeles de aspecto oficial, y un par de bastones como los que usan los policías, pero de un metal anaranjado que probablemente sería cobre puro.
Al abrir la bolsa de plástico, todo me resultó mucho más claro. Adentro contenía un par de pasaportes (falsos, estaba seguro), junto con unos cuantos documentos más, un buen fajo de billetes mexicanos, y una pequeña libreta con la apretada y pulcra letra de Alessandro.
Supongo que de alguna forma yo seguía en algún tipo de estado de shock, porque los siguientes minutos son sólo borrososo recuerdos que apenas logro retener.
Sé que metí en mi propia mochila todo el contenido de la de Alessandro, y que abandoné el morral de lona en la banqueta, junto a la avenida.
Sé que subí al puente y atravesé la frontera.
Me preocupaba bastante que los oficiales fronterizos me interrogaran y que mi falsa identidad fuera inmediatamente descubierta, pero aparentemente les preocupan mucho más los inmigrantes que entran al país que los que salen de él.
Sé que en cuanto me hube alejado lo suficiente de la frontera, retomé mi carrera.
Y sé que corrí y corrí hasta que el perezoso sol terminó de ocultarse por completo.
Estaba sólo, perdido en otro país, cansado y hambriendo. Pero libre. Y vivo.
Alessandro tenía razón. Soy débil. Si no hubiera sido tan débil, él no tendría que haberse sacrificado por mí. Habría podido luchar a su lado, y quizá me encontraría descansando en algún hotelucho mexicano, escuchando un nuevo sermón acerca de la mala técnica que había utilizado, o lo descuidado que había sido al emplear mis dones.
Tengo que volverme fuerte. Tengo que encontrar al maestro de mi maestro, y aprender a dominar mis poderes. Se lo debo a Alessandro.
No huiré más. Nunca más.
lunes, 6 de enero de 2020
[Proyecto Prometeo] La huída de Nick
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